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    El otro día soñé que confundía a Carmen Polo con Paco Clavel. Y no es un recurso literario: realmente lo soñé. Hoy en día esto no llega ni a situación violenta, pero no hace tanto podría perfectamente haberlo sido, y más por Francisco que por Paco, que no sé cómo se habría tomado eso de transustanciar a su señora en el rey del cutrelux, aunque conociéndolo seguro que mal. Así que para que nadie se ofenda diré que fue una pesadilla - lo que tuve, no ella - y que me desperté algo alterado y confuso, preocupado por la posibilidad de poder convertirme en el nuevo objetivo de Falange Española por esta subjetividad tan desbocada y bocazas. Mi vida social iba a dar un giro de ciento ochenta grados, eso seguro, si bien en un par de minutos ya empecé a calmarme y a comprender que todo había sido una jugarreta de mi subconsciente y que además yo apenas tengo vida social. Sin embargo, estuve un rato pensando de dónde podría venir esa extraña asociación. No Falange Española, que esa ya hay libros que lo explican, sino la de dos personas tan distintas y hasta distantes. No sé hasta qué punto sirve de algo interpretar los sueños, y además me figuro que para hacerlo hay que saber, ser de freudiano para arriba, pero no negaré que todo aquello me resultó muy inquietante y llamativo. Como si mi mente tratara de enviarme un mensaje cifrado, un sos de náufrago o de psicoanalista argentino, no lo tenía claro todavía, aunque con una evidente carga de profundidad que se me escapaba, que estaba allí latente sin que pudiese desentrañarla ni de lejos.

   El cerebro es la leche y a veces nos lleva a lugares insólitos, a visiones y fogonazos que incluso nos avergüenza confesar. Y no por lo que puedan tener de verdes en ocasiones, sino de verdaderos, de ser algo que lo queramos o no forma parte también de nuestro pensamiento. Por lo general lo mantenemos a raya. En seguida nos damos cuenta de que es una chorrada, un cortocircuito neuronal, y que no merece la pena darle más vueltas. Nuestro pudor y nuestra racionalidad intervienen de inmediato y reprimen ese vislumbre onírico que de ningún modo podría uno compartir en un cóctel elegante, salvo que ya se haya tomado cinco o seis. Aprendemos a convivir con nuestra gilipollez domesticándola, manteniendo con ella una relación de absoluta intimidad que sólo de cuando en cuando se hace pública por algún desliz insospechado mientras esa parte vigilante y cabal de nuestra mente está haciendo su descanso laboral para el café. Y allí en la sala de control, mientras revuelve su capuchino y desenvuelve su pincho de calamares, escucha de pronto al capullo pronunciándose sobre algún tema serio que desconoce por completo con un comentario que, no sabemos por qué motivo, ha asumido que es irónico y sutil, muy inteligente, cuando en realidad se trata de una parida como para que a Freud se le encienda la pipa sola, por combustión espontánea. Y entonces se levanta a toda hostia para ponerse a pulsar como loco botones en el panel de cállate la puta boca, aunque ya es demasiado tarde y todo el mundo alrededor está tragando saliva o rascándose la nuca por la incomodidad que les produce la bobada que acaban de escuchar. Que a ellos también se les ocurren a veces, por supuesto, pero por lo menos tienen un personalidad de seguridad que está atento y que sabe manejar y medir las opiniones, y no un cantamañanas que está ahí con el bocata en horas de trabajo en lugar de sacrificándose para levantar el nivel intelectual de España. Porque cada vez son más, cuidado, y no sé si es porque no les pagamos lo suficiente o no se sienten a gusto con nosotros o qué. "Yo quiero que me trasladen a la mente de Noam Chomsky...". "Pues te jodes, que yo quería a un coronel pero no me quiso él...". Y ya hay incluso cantidad de gente que ha renunciado a este servicio, porque dicen que les sale muy caro y se pierde libertad. No quieren controles mentales y prefieren soltar las gilipolleces según les vienen, porque total... ¿a quién le importa? Llamas al departamento de autoestima para que suban un poco la dosis y listo. O bueno, listísimo, un crack... Que a ver, una cosa es que se te cuele una tontería de vez en cuando y otra que abras las fronteras para que pasen a su bola y sin papeles ni nada. No digo que pongas un muro infranqueable, o concertinas de Beethoven de fondo al hablar, pero una alambrada infranquista o algo que te corte un poco por lo menos sí... Una barrerita, un cartel que nos indique que sabes dónde estás y cuál es tu auténtica cultura para que las ideas peregrinas no empiecen a entrar ahí a chorro en Europa para quitarnos el puesto de trabajo y seducir a nuestras hermanas. Si con gente que se muere de hambre te parece genial hacerlo no entiendo por qué pones tantos reparos con las gilipolleces, y hasta las alimentas con dinero público y las subvencionas y la de dios. Y no es por racismo, que conste, es sólo porque a veces pues molestan y no dejan a la gente vivir tranquila y en paz... No tengo nada contra las gilipolleces, incluso tengo muchos amigos que las dicen, y yo mismo hay momentos en que me dejo llevar, pero no hay que pasarse porque entonces ya de tan buenos somos tontos. Algunos límites tendremos que establecer. 

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