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Mostrando entradas de noviembre, 2020

6.

    La librería del pueblo la lleva Rafael Reig, uno de mis autores favoritos entre los que publican actualmente. Claro que también es verdad que a la inmensa mayoría no los he leído. Ya hemos pasado un par de veces a visitarlo - hace años presentó uno de los poemarios de Ana, "Las sumas y los restos" - y comprar de paso algunos libros, y en la última cerró la tienda y nos fuimos a tomar algo en una terraza que hay cruzando la calle. "Así puedo estar atento por si viene algún cliente...", nos explicó.    Entre otras cosas hablamos de la plaga bíblica - o blabláblica más bien, por la cantidad de posicionamientos, chácharas y conspiranoias que ha generado - que padecemos. Yo no tengo una postura demasiado firme al respecto, me limito a tratar de no abrir la bocaza más de la cuenta, por prudencia y por higiene, y mi única aportación fue señalar que estadísticamente a todo el mundo le toca vivir una epidemia o una guerra, o dos o ambas, y que desde ese punto de vista no

5.

    Ayer terminé de leer el último poemario de Ana, o mejor el más reciente: "La senda del cimarrón". Muchos poemas ya los conocía, aunque había otros que no. Si puedo elegir prefiero leer los libros ya acabados; no sólo los textos, sino el objeto y hasta el objetivo también. Rafael Reig cuenta en su obra "Amor intempestivo" que los libros hay que empezar a escribirlos por el final, y que después ya viene todo el proceso de llegar paso a paso hasta él, y a lo mejor con algunas lecturas ocurre lo mismo.    La palabra que lo vertebra todo es "cimarrón", tanto el título como las distintas partes en que se divide, cada una de las cuales está vinculada a una acepción de ese término. Yo creo que viene de una época, hace como tres o cuatro años, en la que Ana se había puesto a leer todo tipo de obras sobre la piratería y la esclavitud, dos cuestiones muy presentes en el imaginario colectivo y a la vez bastante desconocidas. De ellas sólo acabó quedando un silenci

4.

    Antes de venir sabía que Luis Rosales estuvo muy vinculado a este lugar. Durante un paseo Rosana, que lo conoció de niña, nos mostró el sitio exacto donde estaba su casa, y nos contó también que sólo escribía sus poemas en verano.    Sin embargo, lo que ignoraba es que Sorolla había fallecido aquí, en Cercedilla. Eso me sorprendió más. En mi mente lo tenía asociado con Valencia y el Mediterráneo, con esa luz suya tan particular, y aunque morir donde a cada cual le toque en suerte no deja de ser lo más corriente del mundo supongo que había algo que no me terminaba de encajar, quizá porque el gris de aquella tarde en que me enteré no casaba ni de lejos con su pintura. Luego leí que había sido en agosto y el cuadro ya me cuadró más. Si tenía que apagarse por lo menos que fuese bajo una luz adecuada, inmensa. Lo contrario habría sido intolerable, una crueldad del cielo, aunque en un agosto madrileño y con las cumbres bien iluminadas, pase. Aceptamos verano como inspiración de Rosales y

3.

    Ahora se ha puesto de moda criticar a los urbanitas que se van al campo porque se ha puesto de moda. Hay gente que hasta se indigna con el tema, argumentando que a ver por qué unos individuos que se han criado en las ciudades tienen que ir a habitar de pronto las áreas rurales, cuando no tienen ni pajolera idea de cómo atender un rebaño o un huerto.     Antes el tópico funcionaba al revés: el paleto era el señor que se iba del pueblo a la gran urbe y andaba por allí siempre despistado con su boina y su enorme maleta, fascinado con la altura de los edificios o la brujería de los artilugios, o bien perdido entre multitudes de peatones robotizados que lo arrollaban sin seguirle el rollo ni indicarle siquiera por dónde se iba a la pensión donde estaba alojado su primo Fulgencio. Pero en estos días el sofisticado urbanita es el nuevo paleto. El que anda por ahí molestando y todo lo tiene que preguntar, o se queda boquiabierto mirando las vacas como si fuesen bestias mitológicas, bicorni

2.

    Begoña, nuestra casera, es una de esas personas con una capacidad infinita para charlar. Tiene bastante de menuda, pero de muda menos. Yo, a pesar de las chapas que doy por escrito, en persona soy de pocas palabras, y la gente tan locuaz no me incordia necesariamente, aunque siempre me apabulla un poco. No consigo seguirles el ritmo, el hilo de la conversación, y a partir de los diez o quince minutos de cháchara ininterrumpida la cabeza se me suele pirar a otras latitudes y debo hacer verdaderos esfuerzos para atender y entender, si es que considero que merece la pena.    En cierta ocasión me contaron una anécdota, no sé si falsa, sobre Winston Churchill. Resulta que querían que dijese unas palabras en no sé qué club británico, y un delegado le preguntó que cuánto tardaría en preparar el distinguido  speech. "Bueno, eso depende... ¿De qué duración tendría que ser?". "De unos diez o quince minutos". "Entonces tres días, más o menos". Se ve que a su int

1.

    Hace como un mes fuimos de excursión con Rosana, Gema y Pepo, que se ha dejado melena. A hacer una ruta que llaman "la ruta del agua", aunque no entera. Sí lo bastante como para comprobar que es un auténtico espectáculo; se accede por un enorme y antiguo pinar, en el que Bruma ya empezó a mover su pequeño rabo amputado como si fuese una hélice loca, y luego, siguiendo la senda, se contempla durante todo el trayecto un valle boscoso, tupido, que entrando el otoño tiene la gama completa de colores vegetales.    Apenas hay edificios en el paisaje. Sólo una llamativa construcción de cuatro plantas, que Ana pensó que podría ser el hospital de Fuenfría. Gema le explicó que no, que era un albergue que hace tiempo compraron los de Banesto para hacer convenciones y charlas de esas de ejecutivos, pero que estaba ya semi abandonado. Con cierto mantenimiento para que no se deteriorase del todo, aunque sin ninguna utilidad conocida. "Es una pena, porque la verdad es que daba trab