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    Begoña, nuestra casera, es una de esas personas con una capacidad infinita para charlar. Tiene bastante de menuda, pero de muda menos. Yo, a pesar de las chapas que doy por escrito, en persona soy de pocas palabras, y la gente tan locuaz no me incordia necesariamente, aunque siempre me apabulla un poco. No consigo seguirles el ritmo, el hilo de la conversación, y a partir de los diez o quince minutos de cháchara ininterrumpida la cabeza se me suele pirar a otras latitudes y debo hacer verdaderos esfuerzos para atender y entender, si es que considero que merece la pena.

   En cierta ocasión me contaron una anécdota, no sé si falsa, sobre Winston Churchill. Resulta que querían que dijese unas palabras en no sé qué club británico, y un delegado le preguntó que cuánto tardaría en preparar el distinguido speech. "Bueno, eso depende... ¿De qué duración tendría que ser?". "De unos diez o quince minutos". "Entonces tres días, más o menos". Se ve que a su interlocutor le pareció un poco excesivo, o quizá le picó la curiosidad, y volvió a preguntar: "¿Y un discurso de media hora?". "Un día, aproximadamente". "¿Y uno de dos horas?", siguió preguntando el tipo, supongo que ya más por ponerle a huevo el salero inglés que otra cosa. "Si quiere puedo empezar a darlo ahora mismo...".

   Pues Begoña es un poco Winston, pero con la mente más mentolada. Digamos que en su versión señora que se ríe mientras te lo cuenta. Conservadora también, sin duda, aunque con una amabilidad de la que el otro carecía, porque refinamiento y amabilidad no son la misma sustancia por mucho que a veces se les ponga la misma etiqueta. Una es rancia, o salada en el mejor de los casos, y la otra dulce, siempre dulce. Con una atiendes porque a lo mejor encuentras algo de provecho, y con la otra encuentras algo de provecho porque atiendes. 

   Cuando nos mudamos no se encendían los radiadores, y considerando el frío que hace aquí en invierno, que hasta hay pistas de esquí en los contornos, el asunto nos alarmó un poco. Ana se lo comentó a Begoña y ella le explicó que sí, que funcionaban, pero que tenían un dispositivo ultramoderno, un termostato inteligente que sólo se activaba cuando la temperatura ambiente era inferior a la que tenía programada, en nuestro caso o casa 22 grados. Bueno, los días no es que fuesen gélidos entonces, y por las noches como mucho refrescaba, así que asumimos no sólo que no estaba mal, sino que teníamos instalada una auténtica virguería.

   Después el termómetro comenzó a bajar y la calefacción seguía sin dar señales de vida. Nos arreglábamos con una estufa de pellets que hay en el hueco de la chimenea, claro que a veces, antes de encenderla, esperábamos a ver si el otro sistema se decidía a arrancar cuando la sala ya se enfriaba para asistir al prodigio tecnológico, y nada. Llegó un momento en que se hizo evidente que no había 22 grados en el interior. Hacía una rasca como para ponerse a pegar saltos, y sin embargo el detector inteligente estaba como la máquina de la verdad cuando se la enchufaron a Juan Guerra: eztropeá. Ana volvió a comunicárselo a Begoña y entonces ella también empezó a desconfiar de su operatividad, asegurando que en dos o tres días pasaría un manitas del pueblo a reprogramarla. Algo que Churchill no habría hecho jamás. 

   Vino el manitas, un señor canoso y medio despeinado que parecía una especie de Einstein con mono. Estuvo enredando un rato en el dispositivo, examinando las conexiones y circuitos entre suspiros y chasquidos de lengua. Nos aseguró que se podía reprogramar, pero que quizá lo sensato era recurrir a algo más clásico y hacer una chapuza para que se apagara o se encendiera sólo pulsando un interruptor. Hacia arriba on y hacia abajo off, por usar un lenguaje más perito. No sé cómo llamarán a esto en la sección de tendencias del periódico, "retronew" o algo así, aunque según la escuché me pareció una idea brillante. Si quieres que furrule la calefacción, la enciendes, y si no, la apagas... Simple y eficaz. Y como además los radiadores llevan incorporadas unas ruedecillas con números puedes incluso regular los grados a tu antojo con un mínimo esfuerzo, casi sin moverte del sofá. Que a lo mejor no eres tan inteligente o sensible como para coscarte de los distintos niveles de frío, esa es la pega, aunque con percibirlo así en general ya te vas apañando. 

   La propuesta nos pareció magnífica, y la aceptamos de inmediato. Íbamos a ser pioneros en esta nueva aventura del ingenio humano, y quién sabe, tal vez hasta podría contactar con nosotros alguna revista de moda para conocer nuestras impresiones y las múltiples ventajas de esta experiencia vintage, con fotos de Bruma ahí revolcándose y gruñendo de gusto en la alfombra de 5 euros, o de los gatos intentando esconderse de la cámara. Pero lo mejor de todo, el premio gordo, fue cuando comprobamos que en efecto el invento daba de sí, y que con un sencillo ajuste empezaba a notarse otra vez a nuestro alrededor la incomparable amabilidad del calor. Lo de antes era sólo su refinamiento. 

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