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    Ahora se ha puesto de moda criticar a los urbanitas que se van al campo porque se ha puesto de moda. Hay gente que hasta se indigna con el tema, argumentando que a ver por qué unos individuos que se han criado en las ciudades tienen que ir a habitar de pronto las áreas rurales, cuando no tienen ni pajolera idea de cómo atender un rebaño o un huerto. 

   Antes el tópico funcionaba al revés: el paleto era el señor que se iba del pueblo a la gran urbe y andaba por allí siempre despistado con su boina y su enorme maleta, fascinado con la altura de los edificios o la brujería de los artilugios, o bien perdido entre multitudes de peatones robotizados que lo arrollaban sin seguirle el rollo ni indicarle siquiera por dónde se iba a la pensión donde estaba alojado su primo Fulgencio. Pero en estos días el sofisticado urbanita es el nuevo paleto. El que anda por ahí molestando y todo lo tiene que preguntar, o se queda boquiabierto mirando las vacas como si fuesen bestias mitológicas, bicornios hechizantes. 

   Entonces fue la industrialización la que provocó el movimiento de masas, y el consiguiente arquetipo de emigrante invasivo y atontado. Mis abuelos pertenecieron a esa hornada; se mudaron de su microscópico pueblo en el valle de Quirós a Oviedo en busca de mejores oportunidades, y aunque seguían usando su antigua casa en vacaciones o cada vez que podían hacer una escapada, el hábitat de sus hijos ya fue fundamentalmente la ciudad. Seguían conservando estrechos vínculos con la montaña, y de hecho dos de mis tíos todavía mantienen las casas de allí y se piran constantemente, no hay lugar donde se encuentren mejor. Claro que una cosa es la sentimentalidad o incluso las raíces y otra la subsistencia. Ambos se ganaron y ganan los garbanzos - o las fabas, bueno - en la ciudad, igual que mi madre y todos los demás de la camada. Las casas de los bisabuelos, las pomaradas y prados y huertos, eran más un bálsamo curativo o un templo familiar que un medio de vida. Aunque no es menos cierto que otras ramas del clan sí se quedaron, trabajando la mina o el ganado o los cultivos o lo que hubiera de labor, y no sólo la tierra les seguía perteneciendo, sino que ellos seguían perteneciendo a la tierra. Con ella se entendían, comían y comerciaban, y en realidad fue mi generación la de la transición definitiva - según se rumorea también en lo político. 

   Yo ya soy en esencia un urbanita. Pasaba los veranos en el monte y hasta iba a la hierba o a por leche recién ordeñada, y algún poso siempre queda, te impregnas un poco con la nata del valle, claro que siendo sincero no sobreviviría ni dos semanas allí por mis propios medios. Mi abuelo trató de enseñarme de guaje: a cuidar los frutales, a semar fréjoles y patatas, a distinguir las distintas hojas y maderas o el rastro que deja el jabalí... Pero fui tan necio como para no interesarme lo suficiente, que es quizá una de las cosas de las que más me arrepiento en mi vida, y no porque no me agradase escucharle, que mi abuelo era un conversador muy dotado y ameno, sino porque tenía la cabeza llena de ciudad y aquello ya era algo más etnográfico que vital para mí. Ni mis inquietudes ni mi futuro estaban en ese lugar, y dependiendo de cómo se quiera interpretar el término tampoco mi historia. 

   Lo que ocurre últimamente es que se empieza a detectar cierto éxodo a la inversa. No con las cifras de aquel otro, que fueron aplastantes, aunque sí con un goteo que podría acabar siendo significativo. Las famosas oportunidades que ofrece la gran ciudad cada vez son más dudosas, van un poco por barrios, mientras que el mundo rural no sólo ofrece una calidad de vida superior en muchos aspectos para quien sabe apreciarla o desea aprender a hacerlo, sino fuentes de riqueza hoy casi sin explotar, semi abandonadas, que aunque de momento no podrían sustituir del todo a las otras quizá sí que podrían complementarlas, hacer algún contrapeso eficaz entre las grandes manzanas y las pequeñas. Parte de la nueva generación comienza a darse cuenta cabal del despilfarro y la estupidez que supone no considerar esto, por no hablar de otras variables como la contaminación atmosférica y los residuos y demás. La hija de Ana, Gara, va en esa dirección. No sólo gestiona huertos con soltura (durante año y medio enseñó horticultura en varios colegios) sino que lleva desde hace meses un rebaño de cabras, y no es la única entre los de su quinta que pretenden apostar por estas formas de vivir y convivir, que me temo que en breves acabarán siendo más necesarias que caprichosas. El hecho de que muchos urbanitas se vayan percatando poco a poco del asunto yo no lo veo como un problema. Para mí tiene más aspecto de solución.

   El abuelo de Ana, igual que mi tío-abuelo Esteban, tenía cabras, y ella siempre cuenta que su madre sentía una especial predilección por ese animal. Que ahora su hija haya decidido también pastorearlas le parece un misterio maravilloso, ya que ella no llegó a conocer en directo esa faceta de su familia y es como una especie de herencia insondable, no exactamente genética pero desde luego curiosa. Una de esas casualidades que dan que pensar, y en las que nunca sabe uno si no habrá alguna causalidad oculta. Si al final esa célebre madre tierra no podría a veces ser también bisabuela. 


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