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    Antes de venir sabía que Luis Rosales estuvo muy vinculado a este lugar. Durante un paseo Rosana, que lo conoció de niña, nos mostró el sitio exacto donde estaba su casa, y nos contó también que sólo escribía sus poemas en verano.

   Sin embargo, lo que ignoraba es que Sorolla había fallecido aquí, en Cercedilla. Eso me sorprendió más. En mi mente lo tenía asociado con Valencia y el Mediterráneo, con esa luz suya tan particular, y aunque morir donde a cada cual le toque en suerte no deja de ser lo más corriente del mundo supongo que había algo que no me terminaba de encajar, quizá porque el gris de aquella tarde en que me enteré no casaba ni de lejos con su pintura. Luego leí que había sido en agosto y el cuadro ya me cuadró más. Si tenía que apagarse por lo menos que fuese bajo una luz adecuada, inmensa. Lo contrario habría sido intolerable, una crueldad del cielo, aunque en un agosto madrileño y con las cumbres bien iluminadas, pase. Aceptamos verano como inspiración de Rosales y expiración de Joaquín.

   De todas maneras indagué algo sobre el tema, y así llegué a un interesante artículo de Carlos Aimeur. En uno de sus epígrafes hablaba de "unos recientes hallazgos realizados durante la restauración de 32 borradores del pintor", que parecen confirmar que los productos que se usaban para elaborar los colores fetiche de Sorolla tenían una toxicidad considerable, y que de hecho hoy están prohibidos. El bermellón se conseguía en esa época a partir del cinabrio, 85% mercurio y 15% azufre, y también el blanco plomo era un auténtico veneno, o el verde de Scheele, "del que se dice que mató a Napoleón".

   Sorolla fue un pintor muy prolífico, pasaba horas y horas pegado a su paleta, y si bien atribuir su muerte a los colores que tanto quiso puede ser exagerado, es un hecho que algunos de los síntomas - sobre todo sus graves problemas renales - coinciden con los del hidrargirismo, la intoxicación por mercurio. No habría sido el primero: artistas como Goya padecieron enfermedades por el uso de pigmentos nocivos. Entonces nada de esto se sabía, por supuesto, claro que no por eso deja de ser impactante. Un autor competente podría sacar de aquí un buen relato: el genio laborioso hasta la obsesión que creyendo estar cada vez más cerca de la inmortalidad en realidad sólo se aproxima a su muerte con cada inspiración. Una especie de versión de Dorian Gray aunque con más química que estética. 

   Se podría incluso dar otra vuelta de tuerca y fantasear con una distopía en la que esta relación no fuese accidental. Con un mundo en el que cualquier persona que sintiese la inquietud de expresarse creativamente tuviera que pagar ese peaje en tiempo y salud. Pintura, música, danza, literatura... Todas las modalidades artísticas estarían incluidas, y a mayor talento y dedicación más breve sería la vida.

   La primera escena podría desarrollarse en una prestigiosa librería de la capital. Un local gigantesco, con capacidad para cientos de personas y las paredes cubiertas de elegantes estanterías de roble, si bien sin tantos volúmenes ocupándolas como se podría sospechar. En ellas se ven los clásicos más clásicos: el Quijote, Guerra y Paz, La divina comedia, la serie entera de En busca del tiempo perdido... Pero todos con un grosor inferior al de El Principito. 

   A las seis el salón de actos está lleno, abarrotado, porque esa tarde se celebra un recital de poesía, y en esta distopía los recitales son espectáculos en los que hay hasta hostias por poder asistir, por coger un asiento en el que cerrar los ojos y sentir esas palabras precisas y preciosas (ya que el público, como es natural, no sufre).

   Sube a la tarima en primer lugar la poeta con el pseudónimo de Petunia Delirios, que está allí para presentar su última composición: un haiku que escribió hace diez meses. Después, uno de los representantes más acreditados de nuestras letras, Agustín Cómodo, que en vez de publicar dos libros al año más las columnas en prensa y colaboraciones surtidas sólo saca un aforismo de cuando en cuando. Bueno, lo de hoy es una greguería, que está evolucionando. A continuación aparece Anacleto Moltisanti, que trae bajo el brazo una carpeta con un poema de ciento sesenta y siete hojas escritas por las dos caras, además de por la suya, anunciando que lo va a leer entero... Los espectadores comienzan a tragar saliva, a mirarse incrédulos y un poco aterrados, pero no como aquí, sino como en la distopía, sabiendo que van a presenciar algo de verdad agónico y real. El poema se titula "Samarcanda mon amour", y Anacleto se pone a recitarlo con una energía asombrosa, acompañando cada verso de tufillo ponzoñoso con una rotunda gesticulación, mientras todos en la sala se preguntan hasta cuándo podrá aguantar tanto plomo. A partir de la página treinta el ritmo decae, y en sus elocuentes ademanes ya se nota cierto temblor. En la cincuenta y tres, cuando Samarcanda es una caja de perlas por la noche, Moltisanti se pone a sangrar por la tocha, igual que el de Los Soprano, provocando un estupor generalizado y silencioso que nadie se atreve a expresar por si acaso. Aunque no es hasta la ciento ocho cuando le da el menú completo, un soponcio y un patatús, y se cae de bruces ante el respetable sin dejar de balbucear en el suelo como buenamente puede las delicias de Samarcanda y los incontable subidones eróticos que hace tiempo experimentó allí durante unas vacaciones, entre aplausos enloquecidos y bravos desatados que apenas dejan oír el ruido de la sirena de ambulancia que a cada instante se hace más estridente.

   Fuera brilla el sol.  

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