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    La librería del pueblo la lleva Rafael Reig, uno de mis autores favoritos entre los que publican actualmente. Claro que también es verdad que a la inmensa mayoría no los he leído. Ya hemos pasado un par de veces a visitarlo - hace años presentó uno de los poemarios de Ana, "Las sumas y los restos" - y comprar de paso algunos libros, y en la última cerró la tienda y nos fuimos a tomar algo en una terraza que hay cruzando la calle. "Así puedo estar atento por si viene algún cliente...", nos explicó.

   Entre otras cosas hablamos de la plaga bíblica - o blabláblica más bien, por la cantidad de posicionamientos, chácharas y conspiranoias que ha generado - que padecemos. Yo no tengo una postura demasiado firme al respecto, me limito a tratar de no abrir la bocaza más de la cuenta, por prudencia y por higiene, y mi única aportación fue señalar que estadísticamente a todo el mundo le toca vivir una epidemia o una guerra, o dos o ambas, y que desde ese punto de vista no dejaba de ser algo muy malo pero también bastante regular. Otra cosa es que quienes tienen la función de prever estas calamidades cíclicas (por no hablar de las "crisis" económicas) y proveer la sanidad y demás para afrontarlas estén en otra historia distinta de la universal, en el renacimiento nacional o no se sabe muy bien dónde. Pero vamos, que si sólo era la covid19 la gran tragedia colectiva que íbamos a vivir los de nuestra generación ya podíamos darnos con un canto en los dientes. 

   "Bueno, y el sida, que también fue una epidemia", dijo entonces Rafael, "y parece que ya nos hemos olvidado". Me quedé unos segundos en silencio, pensando en la razón que tenía. Después de meses y meses de pandemia al menos yo no me había acordado del sida para nada, y eso que en su día fue algo tremendo. No se hablaba de otra cosa, y también hubo todo tipo de especulaciones y rumores, de incertidumbres y bulos y dramas... Y al final, si no la mascarilla, sí se hicieron socialmente obligatorias ciertas precauciones y medidas de protección. Se trataba de otra clase de virus, sin duda, que no se contagiaba de una manera tan imprevisible, pero que cuando lo hacía era terminal. Entonces un positivo en vih era lo peor. Hoy está más controlado hasta donde yo sé, aunque el año pasado murieron unas 690.000 personas por enfermedades relacionadas con él, y desde la década de los ochenta la cifra sería astronómica. Con todas las diferencias que se quieran establecer fue también una epidemia devastadora. 

   Dentro de un par de décadas los niño de ahora tendrán una visión distinta - o al menos más distante - del coronavirus. Suponiendo que no estén combatiendo con un moderno fusil láser en la Unidad-EspañaX7H4 y no tengan tiempo para pensar en cosas así los pobres. No hace mucho leía en "La universidad de Asturias", de Lluis Xabel Álvarez, un fragmento de una carta que la Junta General habría escrito en 1600 al rey. Se describían en ella los estragos de la peste de 1597, "que duró casi dos años, y de tres partes murieron las dos de toda la gente, y para con esto ha hecho el más extraño y recio invierno que nunca se vio, que ha seis meses que no ha cesado de nevar, de que se murieron todos los ganados y no ha habido pesquería, que eran las cosas de que se sustentaba esta tierra". A lo mejor exageraban para conseguir una de esas famosas paguitas progres, confundiendo el esplendor de los Austrias con esplendidez, aunque bastaría con que el horror que se cuenta en tres líneas se pareciera mínimamente al auténtico para quedarse helado sólo con imaginarlo, y sin embargo hoy está casi olvidado. La lista de masacres y cataclismos sería más inacabable y espantosa que la de los reyes godos, así que lo normal es mencionarla por encima sólo para contextualizar los hechos de verdadero interés histórico, que suelen ser las tronaduras y amantes de tal o cual rey. Entre las sucesiones y los sucesos reales las primeras mucho mejor, dónde va usted a parar, no sea que con tanta reiteración la gente empiece a coscarse del esquema y a quemarse. A comprender que la gente puede migrar en masa, ahogarse en el mar, desangrarse en guerras absurdas, padecer la epidemia de turno o el hambre de siempre, que nadie con poder suficiente va a mover un dedo para poner a su disposición todos los medios humanos, intelectuales y materiales, de los que se podría disponer para remediarlo o atenuar el impacto al menos. Y es que al final tiene uno la sensación de que "el poder" consiste precisamente en eso: en no poder hacer nada decisivo. De que esa es su función, en ocasiones incluso teatral. 

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