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    La semana pasada estuve echándoles un vistazo a unos diarios que escribió Goethe durante un largo viaje a Italia, en los años anteriores a la revolución francesa. Muy romántico, sí, pero muy alemán también, porque buena parte eran anotaciones de tipo técnico, descripciones más científicas que oníricas de los paisajes que iba atravesando, con anotaciones puntuales de la temperatura y el clima, los tipos de roca y tierra que se encontraba en cada tramo, inventarios botánicos precisos y hasta invenciones teóricas de su propia cosecha.

   Claro que este tipo de textos tienen un lirismo considerable muchas veces. Recuerdo un párrafo que leí hace años en un libro muy serio de astronomía, de Gara, que parecía un auténtico poema, y de los buenos. Hablaba de las montañas de Marte o algo así, con una terminología hipnótica que si bien no era capaz de descifrar del todo - o quizá precisamente por eso - me estaba dejando boquiabierto con sólo tratar de imaginar las maravillas de las que hablaba. La prosa era muy elegante y cesariana además, no uno de esos jeroglíficos de físico enrevesado. Cada frase conducía a la otra de manera fluida y lógica, sin forzar la continuidad ni añadidos abruptos. De no ser por el tema podría haberse calificado perfectamente de sencilla, de coloquial, y sin embargo te podías quedar pasmado con la sucesión de hallazgos y visiones, con esa poesía de otro planeta tan llena de sonoridades y misterios.

   Resulta llamativa la poca cantidad de piezas de esta clase que se encuentran. Que a día de hoy las estrellas sigan siendo personajes secundarios del poema, en lugar de lo que su nombre indica, es algo que merece reflexión. Los enamorados deberían ser el adorno y ellas las protagonistas: la luz que desprenden, su fuego interior, su capacidad para fundirse en un solo cuerpo... Porque de los enamorados ya sabemos muchas cosas, y en cambio de las estrellas no tenemos ni puñetera idea, cuando es un hecho probado que ellas duran más. No digo que nunca se apaguen, pero unos cuantos siglos sí que aguantan ahí levitando y resplandecientes, y en cambio a los del amor eterno igual te los encuentras a los tres o cuatro meses echando pestes el uno del otro y con todo el magnetismo y la magia a la altura del betún. ¿No irá siendo hora ya de empezar a explorarlas con un poco más de profundidad y criterio en los versos? Igual nos llevamos una sorpresa, y lo mismo con los astros, o las flores, o las nubes... ¿Por qué la ciencia y sus miles de descubrimientos y palabras sugerentes - altocúmulos, holocristalina, imparapinnadas... - apenas se usan en la poesía?


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