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    Si tuviera que escoger una obra de Kapuscinski me quedaría con "El Sha o la desmesura del poder". En ella cuenta sus peripecias durante la revolución del 79, y se adentra también en las de aquel célebre Sha de Persia que fue el segundo y el último de su linaje.

   El primero, su padre, ascendió de militar chusquero a Sha Reza el Grande, Rey de Reyes, Sombra del Todopoderoso, Nuncio de Dios y Centro del Universo en 1925. Aunque el tipo era bastante más corto que su tarjeta de visita: una vez ordenó fusilar a un burro por haber cruzado sus tierras, y prohibió fotografiar a los camellos por considerarlos "animales atrasados". Así le salió el chaval, o el Shaval más bien, que luego andaba por palacio con unos zapatos de tacón alto y ordenando a la gente que se los besara. El clásico niño rico y engreído que acabó, como es lógico, de derrochador compulsivo y obseso sexual. Se sabe que durante un viaje oficial le pidió al prefecto de Venecia "una mujer para la noche" (el móvile de una donna) y que se armó un buen escándalo, claro que casi más por la escasa solicitud del prefecto para cumplir su deseo que por la del multimillonario Sha. Al final tuvo que intervenir el presidente Andreotti para conseguírsela.

   En el libro no viene, pero indagando sobre el personaje recuerdo que llegué hasta una carta que nuestro rey emérito, Juan Carlos I, le escribió en 1977. En ella le pedía a su "querido hermano" diez millones de dólares, un sablazo más gordo que la legendaria espada Shahi que el otro llevaba al cinto en su traje de gala. Al parecer "fuentes fidedignas" le habían informado de que en el PSOE tenían marxistas, y como habían logrado un porcentaje de votos superior al previsto en las elecciones pues algo había que hacer al respecto - y con todos los respetos - para "el fortalecimiento de la monarquía española". A don Juan Carlos de Borbón a veces no sabes si odiarlo o convertirlo en tu ídolo, la verdad. Los Austrias tenían su famoso prognatismo, aquella mandíbula protuberante, pero los Borbones tienen un morro que se sale también. Casi me meo de risa leyéndola entonces, y por ahí sigue publicada en algunos libros (la primera vez la sacó a la luz Asadollah Alam, primer ministro persa entre 1962 y 1964, que la había conservado) y numerosos artículos y blogs.

   Si bien uno de los episodios que más se me quedó grabado en esta genial crónica fue el de los derribadores de estatuas. En nuestros tiempos esta actividad está bastante desacreditada; cada vez más analistas consideran que por muy sinvergüenza y sanguinario que fuese el homenajeado esos tributos a su memoria deben permanecer intactos para no alterar la historia. Claro que en realidad pocas tradiciones hay tan constantes como la de destruir esta clase de monumentos en honor al déspota anterior. Cuando un tirano cae, suele caer su estatua, y sin embargo ahí sigue la historia tan lozana como siempre. Por ejemplo en Oviedo, al estallar "la gloriosa", se arrastró con una soga al cuello el busto de Isabel II, con la participación entre otros de Leopoldo Alas "Clarín" (Juan Antonio Cabezas: "Clarín", ed. Austral, 1962, pp.46) y eso no sólo no hizo desaparecer el recuerdo de aquella castiza señora - ni siquiera su regio busto, que por ahí sigue - o incluso los sesudos trabajos historiográficos que todavía se sacan sobre ella, sino que añadió nuevas y trepidantes escenas al siglo XIX de esa ciudad, que buena falta le hacía, y hoy es un suceso que forma parte, también, de su memoria colectiva. Considerar que erigir una estatua resulta más histórico que derribarla después no tiene mucho sentido, salvo que se piense que la interpretación de nuestro pasado debe ser de metal y no mental, o que el recuerdo esculpido del aprovechado merece más respeto que el de quienes lo tiraron y escupieron sobre él. Desde luego estos señores de los que habla Kapuscinski lo tenían muy claro. Algunos hasta habían heredado la técnica de sus padres, y se quejaban de que "no pocos aficionados" habían hecho unas cuantas chapuzas durante aquella revolución del 79, poniéndose a derribar los monumentos con mucha cuerda pero poca cordura, hasta el punto de que "los dejaban caer directamente sobre sus cabezas". Tampoco hay que excederse, cierto. Derrumbar cuando procede sí, pero con criterio. Esto le explicaban aquellos simpáticos señores al reportero polaco mientras él tomaba nota en su cabeza para escribirlo después y que quedara constancia de que había pasado, de que allí había una magnífica historia que la gente tenía que conocer. Porque como esperase a que se la contara la estatua del Sha o él en persona estaba listo.  

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