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    A mí la nieve me gusta verla, aunque estar demasiado en contacto con ella ya no tanto. De crío me entusiasmaba: hacer muñecos, las guerras a bolazos, deslizarme con plásticos por las pendientes... Aunque supongo que a estas alturas (45 años y 1.214 metros) ya me preocupan más los posibles resfriados que los amigos imaginarios con nariz de zanahoria. No es algo de lo que me sienta orgulloso, que conste, y prefiero mil veces amigos así a otros que yo me sé. Claro que también mentiría si dijese lo contrario.

   Ana, sin embargo, espera la nieve con impaciencia. La última vez que la anunciaron, hace como una semana, andaba mirando las previsiones meteorológicas en el móvil casi obsesivamente. Ya es como una fijación la nieve, y a pesar de que algo cayó entonces no fue suficiente, porque quiere mucha más, por todas partes, hasta la fiebre delirante... No un simple paisaje artístico, sino directamente ártico, y eso que como tengamos que depender de Bruma para que tire de un trineo llegado el caso estamos apañados. El otro día lo sopesábamos y al final llegamos a la conclusión de que seríamos nosotros quienes tendríamos que arrastrarla a ella.

   En la librería de Rafael encontré un libro magnífico: "Memorias del Guadarrama", de Julio Vías. En él he descubierto que en el pasado existió la profesión de "pisador de nieve", que así de entrada puede hasta parecer muy divertida, pero que no lo era en absoluto. Lo hacían con calzado de esparto, y "los pies se amorataban enseguida", de modo que "debían ser relevados cada poco tiempo para evitar congelaciones". Casi siento frío sólo de imaginarlo.

   Como es lógico ya se usaba mucho antes, pero fue en el siglo XVII cuando empezó el comercio de nieve a gran escala. Era un producto muy codiciado, y con distinto valor según la calidad: la "nieve vieja", que era la que llevaba meses almacenada en pozos - donde se pisaba para comprimirla bien - era la más barata, mientras que la "nieve blanca" o "de copo" costaba un dineral y sólo los más poderosos la consumían, como hoy la coca con un alto grado de pureza. De hecho, la nieve de entonces tenía también su Pablo Escobar, un catalán llamado Pablo Xarquíes que tenía "un privilegio del rey Felipe III para transportar y vender la nieve de las sierras vecinas". Ganó una fortuna y se convirtió en un personaje de considerable fama, que incluso aparece en un poema de Quevedo: "A la rubia de aventuras / la que se peina bochornos / de cuyas manos Xarquíes / llena de nieve sus pozos...". Existía toda una lucrativa industria alrededor, y todavía en nuestros días se pueden rastrear construcciones de Juan de Herrera, topónimos como "el ventisquero de la Condesa" y textos en los que se alerta sobre los frecuentes robos de nieve, que también los había. No sé si se ha escrito alguna novela protagonizada por un ladrón de nieve, pero yo desde luego la leería, porque visto desde hoy resulta un mundillo de lo más fascinante y simbólico (o combólico, bueno, ya que bolas debía de haberlas como para aburrir, y de esas que las echas a rodar y no paran de crecer además).

   Si bien fue en el siglo XIX cuando todo este comercio alcanzó su apogeo. A principios de verano había auténticos atascos bajando Navacerrada, carretas y carretas amontonadas. Julio Vías recoge una descripción de 1894: "Los dos kilómetros de descenso hasta el puerto eran un suplicio; el enorme peso, el pésimo camino, la gran pendiente, las ruedas frenadas por la galga, el carro chorreando agua, era penosísimo. Se tardaba cerca de dos horas en aquellos dos kilómetros (...)". Tampoco hace tanto de esto, y sin embargo ahora parece casi inverosímil que una sustancia tan elemental y gratuita como la nieve pudiese generar semejante interés económico. Claro que tiene sentido si se piensa, y más aún si se compara con productos que hoy se venden por millones de dólares y que ya no es que se liquiden al menor despiste, sino que ni siquiera existen en realidad. La nieve puede ser todo lo efímera que usted quiera en determinadas condiciones, pero al menos no es una invención y se puede comprender y sentir, conserva la comida y refresca el cubata. Las inversiones actuales no creo que sean más sólidas, sinceramente. Aunque parece que estos días los tiburones de la bolsa ya han decidido que el agua es suya, que les pertenece, así que quizá en un futuro no tan lejano la nieve de temporada, ecológica, volverá a ser un artículo de lujo. Disfrutarla mientras todavía nos lo permitan puede que no sea tan mala idea después de todo. Riesgos mayores hay.  

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