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   Frederick Forsyth es conocido sobre todo por sus novelas, una estimable colección de bestsellers que en muchos casos tuvieron una versión cinematográfica ("Odessa", "Los perros de la guerra", "El cuarto protocolo") o incluso dos al menos de la más célebre: "Chacal". Reconozco que no he leído ninguna, aunque sí devoré la única obra de no ficción que escribió aparte de su autobiografía: "Génesis de una leyenda africana: la historia de Biafra", una crónica periodística de la guerra que hubo allí a finales de los años sesenta entre el pueblo ibo y el gobierno de Nigeria.

   En sus peores momentos llegaron a producirse hasta 10.000 cadáveres diarios, con un saldo total de entre uno y tres millones. A los feroces combates había que sumar las víctimas de pelagra, anemia, inanición y un espantoso brote de kwashiokor, una patología causada por la carencia de proteínas y que afecta principalmente a los niños. Produce lesiones cerebrales, letargo, coma y por supuesto la muerte, y en cifras del entonces director de Oxfam, Leslie Kirkley, en junio de 1968 había unos 400.000 críos a punto de entrar en la fase de "no esperanza".

   Los ibos tenían un ejército unas diez veces inferior en número y con escaso y pobre armamento. Desde un punto de vista táctico enfrentarse al poderoso gobierno central, abastecido por países como Gran Bretaña, Bélgica, Holanda, Italia y España (bajo el suelo de Biafra estaba el océano de petróleo "más puro del mundo", un petróleo que "podría ser utilizado directamente para la alimentación de un motor diesel de un camión") era un suicidio colectivo. Sin embargo, no sólo lo hicieron, sino que empezaron a derrotar al temible Goliat, deteniendo su avance y hasta haciendo una incursión en su territorio, una más que temeraria ofensiva que tuvo consecuencias desastrosas para las tropas oficiales.

   El general Gowon - Güewon para los amigos - un energúmeno más girado que el ventilador de Emmanuelle, decidió entonces cambiar de estrategia y sitiar Biafra. Estableció un cerco en toda la región que imposibilitaba cualquier abastecimiento, incluso el más elemental y humanitario, con la idea de rendir a los duros biafreños por hambre. No hay constancia de que la aviación nigeriana atacase jamás objetivos armados. Decía Gary Brecher que "habría sido demasiado arriesgado, y menos divertido que bombardear campos de refugiados, hospitales y columnas de civiles". Ese era básicamente el plan, y durante unas navidades - los ibos eran cristianos, los otros musulmanes - se ordenó un brutal bombardeo sobre Umuahia, en el que varios proyectiles impactaron contra un edificio lleno de niños. La masacre debió de ser aterradora, pero tuvo también consecuencias insospechadas.

   Un veterano piloto sueco que estaba a punto de jubilarse, Carl Gustaf von Rosen, se encontraba allí para entregar una carta que le había sido encomendada, y al presenciar las escenas de aquella carnicería se quedó trastornado, rumiando en su mente el horror. No mucho después, hablando con Frederick Forsyth, le comunicó la decisión que había tomado al respecto con una frialdad vikinga: iba a "acabar con las fuerzas aéreas federales". La idea no es que fuese mala, claro que había que contar con que esa fuerza aérea tenía cazas MiG-17, bombarderos soviéticos, aviones de transporte DC-3 y helicópteros en abundancia, mientras que los ibos no disponían ni de un ala delta. Aunque ya se sabe cómo son los suecos cuando se obcecan, y este estaba dispuesto a esconder su nabo escandinavo en la retaguardia del general Gowon pero bien. A reventar un avión por cada pequeño destripado en su memoria.

   Se agenció varios ultraligeros tamaño furgoneta, de los de fumigar. Cacharros monoplaza de esos que sueltan pedorretas al volar y van dando bandazos. Se alzaban del suelo a duras penas, y con una carga superior a los doscientos veinticinco kilos ni catapultándolos. Para ver si se camuflaban un poco en el cielo les pintó la parte inferior de azul, y luego los bautizó como "Biafran Air Force", que era casi lo único que cuadraba en aquel delirante escuadrón. Hasta que se puso en marcha, claro, y todas estas aparentes desventajas empezaron a ser de lo más eficaces. Su forzada lentitud favorecía la precisión, la mitad de los disparos daban en la diana, y la poca altura que alcanzaban obligaba al enemigo a tener que usar munición de bajo calibre para intentar abatirlos. De modo que a veces regresaban de las misiones como auténticos coladores, sí, pero siempre regresaban. Nunca lograron derribar ninguno.

   Un 22 de mayo atacaron el aeropuerto de Port Harcourt, llevándose por delante un Ilyushin y dos Mig que había en la pista. Y eso como aperitivo. En acciones posteriores acabaron con unos treinta aparatos de combate y transporte, varios helicópteros, un bombardero Canberra, una torre de control, seis camiones... Eran como mosquitos furiosos de los que no sabían cómo deshacerse, y cuyas picaduras además detonaban. Claro que lo peor vino cuando se pusieron a sabotear instalaciones petrolíferas. Provocaron tantas pérdidas que la Shell-BP acordó la "suspensión temporal de sus operaciones en la tierra firme de Nigeria". Hubo una sacudida de las gordas en el mercado, y la situación del crudo empezó a ponerse cruda de verdad. Durante casi seis meses el ejército nigeriano ni se movió. Se declaró una especie de tregua por "la bondad" del general Gowon según algunos periódicos, y según otros por los rigores de la estación húmeda. Aunque lo que llovía eran pepinazos, y encima donde más dolor le producían al dólar.

   Otra película con Bruce Willis y Richard Gere yo la veo. 

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