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    Ayer le contaba a un amigo en una carta que como siga así voy a tener que acabar acudiendo a bucólicos anónimos. Al principio, entre el jaleo de la mudanza y los ruidos que traía aún en la cabeza de la gran ciudad estaba algo desubicado, pero poco a poco mi mente se va adaptando al entorno, a la lentitud y los parajes. No sólo me voy desintoxicando del monóxido, sino que por momentos siento el retorno del mono oxidado, del simio más o menos sapiens que sin duda llevo dentro.

   Tampoco es que Cercedilla sea la jungla. Comparada con el pueblo donde pasaba los veranos es una auténtica megalópolis, con un centro de salud, supermercados, dos parkings, teatro, escuela de música, comercios de toda clase... Allí sólo teníamos una diminuta tienda, y casi siempre estaba cerrada. Había que llamar a la propietaria a gritos desde una corripa para ver si andaba por casa, y en caso afirmativo pedirle que bajara a abrir. "¿Qué quies, Pablín?". "Azulete pa mi güela". "Pera, que voy...". Siendo un cachorro (y de los muy monos, modestia aparte) mi simio interior llegó a conocer naturalezas mucho menos civilizadas, con osos y lobos sueltos por los montes, y viescas con lianas en las que se columpiaba chillando y riéndose. Pero todo esto son ya viejos recuerdos, sensaciones muy lejanas, y en cierto modo lo que el simio interior experimenta ahora es algo muy parecido a lo de la magdalena de Proust pero con vacas y bosques, con olorosas moñigas. Pocos placeres hay tan refinados.

   Esta noche cenaremos huevos rotos y algún postre navideño. Villancicos no creo que cantemos, que el simio no está preparado todavía para ese salto evolutivo, aunque habrá fuego en la estufa, que es una de las tradiciones más antiguas de la especie: la hoguera. Una vez le preguntaron a un pintor - no recuerdo a quién, lo siento - que qué obra de arte del Museo del Prado salvaría en un incendio, y él contestó que "el fuego". Quizá fue una de esas boutades de autor, pero de las buenas, porque no hay cuadro capaz de superar su perfección, la fascinación y el escalofrío (o escalocaliente, bueno) que nos produce contemplarlo. Si por mí fuese seguiríamos adorando al fuego. Durante el solsticio de invierno se apagarían las luces y en lugar de competir para ver quién pone la iluminación más hortera miraríamos piras ardiendo para quedarnos alucinados con tanta belleza y recordar cuál es nuestra esencia como sociedad, el verdadero origen de nuestra cultura, de todas. Antes de que el simio olvidase lo que es, y que sin su grupo está condenado a no saber defenderse, ni comunicarse, ni prosperar, ni ser consciente... Que para saber lo necesario hay que saberlo entre todos, y rodeándolo siempre.  

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