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    Hace un par de días pasaron a visitarnos Quique y Javi. La madre de Quique hace tiempo ya que está harta de la gran ciudad y dice que se vuelve a su Galicia. Ha vendido el piso que tenía y se ha comprado una casita en Terra Chá, en el pueblo donde nació, justo al lado de la de su hermana. Y está encantada (ella, no la casa, que meigas de momento no consta que las haya) cosa que me parece muy comprensible y hasta envidiable.

   Conozco Terra Chá, y de hecho mi padre nació y creció en los alrededores. En Rábade, que técnicamente no sé si pertenece a esa área geográfica, pero que en todo caso está en el límite, a medio camino entre Lugo y Villalba, y en la práctica sí. Hace un poco de frontera en el mapa, que la sitúa entre los dos términos, si bien diferenciar unas tierras de otras sin esa línea teórica que supuestamente las separa ya es para especielistos de esos, y de los muy especialitos además. Así a ojo el turista, que allí hay menos todavía que meigas, no va a notar ninguna diferencia, y si se pone a preguntar menos aún, porque como son gallegos cualquier explicación que le diesen sería ambigua por naturaleza. Hacer mapas de Galicia orienta a los conductores, pero no la conducta.

   Desde que falleció mi abuela, hace ya unos cuantos años, no he vuelto. No sé muy bien por qué, aunque yo diría que se debe a que tengo un montón de recuerdos asociados a ese lugar y me preocupa un poco que se me jodan, con lo bonitos que me han quedado. El café del pueblo por ejemplo era como para enmarcarlo: un establecimiento que por supuesto se llamaba el "Café Español", con el suelo lleno de serrín y una máquina de tabaco que sólo vendía Celtas, Goya, Rex, Ducados y farias... De esas con tiradores de metal y para las que el pitillo "rubio" era un producto exótico como la cacatúa o casi el dragón. También había un recreativo de la era de Atapuerca, y más o menos igual de limpio. Un juego de bolos en el que había que meter una moneda de duro apuntando con la ranura para intentar derribar alguno. Si caía te llevabas la cantidad que tuviera asignada: diez pestas, quince, veinticinco, cincuenta... y si no pues te quedabas sin el duro, por gilipollas. Durante la sobremesa se echaban partidas de tute en masa. Podían oírse los cantes y arrastros en kilómetros a la redonda. A veces se formaban extrañas parejas, como la de aquel tipo que había atracado un banco en Coruña y se había ido con el botín a comer gambas en el bar de enfrente, donde lo atraparon con la ración y supongo que también el raciocinio a medio terminar, y un guardia civil, que como el tute es sagrado tenía que morderse la lengua cuando el otro lo ponía pingando por haber tirado un caballo sin pensar en las consecuencias. De vez en cuando el dueño, Rin, se piraba durante horas con su bicicleta sin que nadie supiese adónde, dejando el local abierto y sin atender. La gente se servía y pagaba sola y nunca faltó un céntimo en la caja, que es el sueño húmedo de todo capitalista pero algo sólo al alcance de gente tan apreciada y sin precio como él, que a mí siempre me ponía gratis la tapa de aceitunas con sifón que le pedía de canijo partiéndose de risa. Son muchos los recuerdos, centenares, y pese a que en el Google Maps - donde de cuando en cuando sí entro a echar un vistazo - no se ve mucha diferencia, dudo bastante que la pequeña bolsa de bombones que mis abuelos siempre me escondían en el mismo sitio siga estando allí. Así que no sé si me apetece volver para no encontrarlos... Sin determinadas personas y sabores hay puntos en los que siempre te vas a sentir desubicado por mucho que preguntes.

   El verano pasado Javi estuvo en Galicia y me contó que había hecho una parada en Rábade, para dar un paseo y conocerlo un poco. Al no tener pinta de meiga me figuro que lo identificarían como turista, y que su presencia les asombraría un poco. "Es muy pequeño", me dijo, "sólo tiene una calle principal... Y está bastante descuidado todo...". "Sí", le contesté. "Así es exactamente...". Aunque las afueras le gustaron más, entre otras cosas porque son de una belleza considerable. Por allí pasa el Miño con su barriga verde, y bajo un puente de origen romano, con varios arcos. Más allá hay otro con muy buenos ecos. De crío me gustaba ir hasta él a pegar voces y escucharlas repetidas, retumbando. En una biografía de Álvaro Cunqueiro, un escritor mucho mejor de lo que se sospecha, leí que coleccionaba ecos; que en todos los puentes y pasajes que cruzaba se ponía a probar esa particular sonoridad para saber si había que guardarla o no. Habrá quien lo considere una excentricidad, pero yo me quedé pillado con el párrafo, y lo comprendí, vaya si lo comprendí... La voz de Galicia hay que escucharla en sus ecos para escucharla bien. Es así de sencillo. 

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