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    Sigue el culebrón con las reparaciones. Después de tres días Rubén y Paulo siguen sin tener agua ni calefacción. El fontanero que pasó dijo que no podía hacer nada hasta que la caldera no estuviese en condiciones, y el técnico de la caldera que era el fontanero quien debería haber arreglado la avería primero. Así que nadie ha hecho nada todavía, estamos en un bucle, y hasta el lunes como mínimo no podremos resolver el enigma de la chapuza embrujada.

   Ana lleva once llamadas al seguro, una media de casi cuatro diarias, aunque lo único que nos confirman de momento es que habrá que pagar las obras - cosa que en realidad suponíamos, ya que lo único de lo que puedes estar seguro con un seguro es de que no te van a cubrir la pifia. Esto no nos ha sorprendido en absoluto, claro que entre las palizas telefónicas y las mensualidades de las pólizas sí que esperas mejores reflejos, cierta velocidad a la hora de hacerse cargo de la situación y controlarla. No digo yo los de un campeón de ping-pong, pero tampoco los de Don Pimpón, oigan. Porque encima el pobre Paulo resbaló y se hizo una fisura yendo a buscar un radiador eléctrico que les pedimos que compraran para capear el temporal, por supuesto descontándolo del alquiler, y como es lógico nadie va a responder tampoco por todas esas esperas, molestias y dolores a varios grados bajo cero.

   Viene en prensa que un señor murió de frío en la Cañada Real. Ese lugar en cuyos alrededores, según la presidente Ayuso, no hay más que Porsches y delincuencia - aunque conociéndola es probable que haya confundido cañada con cuñado real. Según explicó en el parlamento el desabastecimiento energético de días y días en ese asentamiento se produjo porque los cultivadores de marihuana se habían enganchado al suministro (al eléctrico, se entiende). Algo que sin duda va contra las leyes, pero las de la física, puesto que la energía no hace ese tipo de discriminaciones, y que las instalaciones que la generan no se reparen cuando se estropean no depende de las cualidades de las personas que se benefician de ella, sino de las calidades de los circuitos que la conducen y sobre todo de quienes toman la temeraria decisión de no hacerlo. El humilde kilovatio no distingue entre un arbusto de mandanga con sus cogollos colgando o un árbol de navidad lleno de guirnaldas rutilantes. No se para a considerar si lo que se alumbra es un niño en el portal o un niño en la chabola, o si los camellos que persiguen la luz salvadora llevan cargamentos de incienso o de cannabis. Que pueda haber más o menos criminales en un vecindario es un asunto policial; dejar a 1.800 críos en claro riesgo de hipotermia o congelación, una indignidad. Confundir esto en la teoría ya resulta cuestionable, pero hacerlo en la práctica debería estar penado en mi opinión, ya que al final parece más que probado que no sólo la droga mata y hace sufrir, y que a veces las proverbiales malas compañías que te dejan en el arroyo pueden ser también personas jurídicas.  

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