39.

    Ayer me avisaron del fallecimiento de mi tía-abuela Pepina. De coronavirus, sí. Aunque no puedo decir que me sorprendiera mucho; era una señora que por régimen entendía comer como un regimiento, capaz de zamparse de una sentada dos pizzas familiares y de postre una gruesa chocolatina de bimanán para bajarlas. Con pandemia o sin ella yo hace tiempo ya que me esperaba la noticia cualquier día.

   De hecho, al pensar en ella casi me entristece más su vida que su muerte. Pepina se fue del pueblo siendo casi una cría para meterse en un convento de clausura, y estuvo décadas encerrada entre sus muros, que se dice muy rápido pero llevarlo a cabo ya es otro cantar. Había tenido una de aquellas infancias de posguerra y ya en la adolescencia le vino la vocación de recluirse para hacer del duro sacrificio profesión, y eligió además una de esas órdenes estrictas que no escatiman en incomodidades. Recuerdo que siendo un renacuajo íbamos con alguna regularidad a visitarla en Bilbao, que era donde estaba su convento (en el barrio de Begoña). La veíamos a través de una doble reja, en escenas como de película de Almodóvar y sadomasoquista a la vez. Al final se le acabó pirando bastante la neurona, participó en un reparto de hostias no autorizado y no sé si regresó o la regresaron al mundo real, que después de aquella prolongada hibernación debió de parecerle cualquier cosa menos eso.   

   Imagínate salir a los cándidos diecisiete del franquismo profundo, de una aldea perdida y prácticamente incomunicada, y volver a incorporarte a la sociedad de los años noventa sin haberte enterado de la evolución, ni de la de Darwin siquiera. Al principio hasta se persignaba cuando aparecía un morreo en la tele y todo. Una vez mi abuelo la acompañó para gestionar no sé qué papeles que necesitaba, y pese a que había una cola inmensa Pepina pasó al personal de largo y se puso la primera diciéndoles a todos que ella "era religiosa", como si no se le notara con esos ropajes medievales. Mi abuelo tuvo que agarrarla con delicadeza y llevarla de nuevo hasta el último puesto, explicándole lo mejor que pudo que en fin... que durante las últimas legislaturas un partido más o menos socialista había ganado las elecciones y tal. "¿¡Un partido socialista!?". Andaba desbocada, como un ñu con escapulario por las calles de Oviedo, y al final decidió, con muy buen criterio en mi opinión, regresar a Quirós, el valle donde había nacido y pasado sus primeros años, que también había cambiado pero no tanto. Las únicas colas que se veían por allí seguían siendo las del ganado y algunos lobos.

   De toda vida podría salir un buen relato, si bien el de Pepina es uno que no creo que me gustase escribir. Pese a la escenas cómicas tuvo una existencia complicada y bastante solitaria en el fondo, que no sé si esa fe a la que lo apostó todo le llenó lo suficiente. Yo habría preferido para ella una espiritualidad y una dieta más ligeras, comidas más comedidas y un matrimonio menos sufrido con sus creencias. Claro que perteneció a una generación en la que alimentar el cuerpo y el alma no era nada fácil y cada cual lo hacía como buenamente podía, cogiendo a veces los hábitos más extremos. Fue una generación no sé si perdida del todo, pero bastante desaprovechada sin duda. Mucho talento y muchas oportunidades se fueron por el sumidero de la guerra y sus consecuencias, y aunque juzgar otras épocas con nuestra mirada actual es siempre arriesgado estoy convencido de que tuvieron que tragar mucha más mierda de la que merecían con su hambre insuperable y sus biografías en blanco y negro. Esto es lo que a mí más me entristece: no la muerte de Pepina, sino que perdiese su vida de ese modo, tanta energía y tanta abnegación que bien orientadas podrían haberla ayudado a encontrarse con un dios mejor y mucho antes. Aunque espero que por lo menos ahora el suyo le sirva con la misma resignación con que ella le sirvió a él, que buena falta va a hacerle al señor conociéndola. 

 

 


 


 

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