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    Hay programas de la llamada telebasura que me fascinan. Ese en el que subastan almacenes, por ejemplo. Como me lo encuentre haciendo zapping ahí me quedo, alucinando con las cajas de cartón pochas y su inquietante contenido: el bibelot polvoriento de siete dólares, la parrilla oxidada que sólo vale tres, el artilugio que nadie sabe para qué sirve y por el que hay que llamar a un experto supongo que ocioso para que se desplace hasta ahí y nos revele que es un pelacebollas rarísimo de la guerra de Corea, un objeto de coleccionismo que vale por lo menos doscientos dólares... Viéndolo te empiezan a venir un montón de preguntas a la cabeza: ¿pero en qué es experto este jambo exactamente? ¿en pelacebollas...?  ¿¡doscientos dólares...!? ¿podría meter en el almacén esos libros de poesía que le mandan a Ana personas a las que ni siquiera conoce y algunos cacharros viejos y endosarle el lote a uno esos pirados por un buen precio...? ¿los sacarían leyendo las dedicatorias...? Tampoco es que haya mucho donde escoger - en la tele, quiero decir, que en los trasteros flipas - y puestos a perder el tiempo las subastas de reciclaje sorpresa no están mal. Estimulan la imaginación, y si desconectas y te pones a pensar en tus milongas no tienes la sensación de estar perdiéndote nada. Después de todo los que se gastan la viruta en gilipolleces son ellos, no tú. 

   Para cada tipo de sensibilidad hay un programa de telebasura apropiado, es lo que yo pienso. Existen espacios que compras, almacenes con desperdicios insólitos con los que te puedes quedar en un día tonto, y otros que ni en broma. Y yo siempre he sido de los que no van a misa pero están a favor de que se diga en latín: si la veo quiero lo más delirante, coreografías de abollados fabricando en una fragua espadas mongolas, tramperos indómitos de Alaska, conductores de tráiler australianos que se cruzan en rectas infinitas... El porno barato en islas o el famoseo convencional o máster no me llegan. Paso. Si vamos a adocenarnos y a ser vulgares hagámoslo a lo grande, sin diálogos pretendidamente relevantes ni falsas moralinas. Seamos camioneros auténticos bajo el sol del desierto, compradores compulsivos de chatarra averiada, buscadores de oro con máquinas descomunales o videntes con gafas radiónicas... ¿Para qué necesitamos reporteros cotilleando en el cubo de Mengano? Eso es lo que nunca he podido soportar de cierta telebasura: los esfuerzos por intentar convencernos de que en realidad nos están vendiendo otra cosa más sofisticada. A mí sácame de pronto el pastillero de Elvis de un tambor de lavadora roñoso y no me vengas a fardar de periodista superprofesional, tío.

   Aunque no es menos cierto que yo soy sólo una parte ínfima de la audiencia, y que ese tipo de formatos son los que más se ven. Es un hecho. Hay cadenas que prácticamente se dedican sólo a eso, y ganan millones, más que los más trepidantes cazatesoros de la competencia. Tienen unas cuotas de pantalla o lo que sea como para quitarle el hipo a un vampiro, y desde ese punto de vista también te digo que si yo fuese Rocío Carrasco habría hecho exactamente lo mismo. A degüello, claro que sí, y con la espada mongola bien afilada si hace falta. A ver si te crees tú que la hija de Rocío Jurado va a ir a denunciar malos tratos en un buzón anónimo y sin que nadie le haga caso. Puesta de ansiolíticos a lo mejor, que no es fácil, pero como se decida y tome aire entre llorera y llorera prepárate. Te echan de Mediaset más rápido que de la guardia civil, campeón, de la casa de las chocolatinas de gimnasio y de la de Marbella como cante con la mitad de poderío que mamá. Que la tele será una basura, nadie lo niega, pero ella no, y no olvides por qué salías ahí al final, viviendo como un marqués. De modo que ya sabes: Camioneros en Australia está bastante bien. Te lo recomiendo.  

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