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    Ayer eché unas cuantas partidas contra el ordenador. En una llegó un momento en que tenía el mate; sólo un alfil controlaba desde su diagonal la casilla (o el escaque, bueno) donde debía ubicar mi pieza. Decidí ofrecerle un cebo suculento, una torre para hacerle perder la línea, y se la tragó sin más, en cuestión de milésimas. Calculó únicamente el beneficio material inmediato y no vio las consecuencias. 

   Por supuesto hay sistemas mucho más refinados y potentes que se habrían dado cuenta. Sistemas con millones de partidas en su memoria y una capacidad de análisis a la que muy pocas personas pueden derrotar. Kasparov las pasó canutas para vencer a Deep Blue, un trasto intratable, hasta que cayó en la cuenta del grave error que estaba cometiendo: jugar en el terreno de la máquina, donde todas las ventajas eran para ella. Abandonó la ortodoxia y empezó a buscar estrategias creativas, la poesía en lugar de la posición, y así venció al programa más sofisticado que había. 

   No deja de ser un plan lógico a poco que se piense, pero de una lógica que la ecuación mejor elaborada todavía no puede comprender ni dominar. La inteligencia artificial aún tropieza ante esa clase de artificios, y a pesar de que engañarla no resulta nada sencillo la creatividad, la locura inspirada que de pronto se convierte en genialidad sin que nadie sea capaz de explicar cómo, sigue siendo la frontera entre ambas, y lo que consigue que la inferior en datos y variables siga teniendo recursos sorprendentes para poder ganar los encuentros, incluso en un juego donde la precisión es decisiva. Al final somos más listos porque no somos absolutamente racionales, porque hay un punto en el que nuestras chifladuras imprevisibles nos salvan y nos conducen a la perfección. No es que vivamos en el mejor de los mundos posibles, es que lo llevamos dentro sin saberlo, sólo saboreándolo de cuando en cuando. Somos más listos, en definitiva, porque no lo somos con una elegancia y una eficacia magníficas. 

   El legendario rival de Garry, Anatoli Karpov, lo dijo a su nórdica manera: "La bicicleta nunca sustituyó al atletismo". Era el clásico jugador soviético: exacto, frío, una nevera superdotada capaz de aprovechar cualquier mínima debilidad o error para asfixiar poco a poco a su oponente. La aleación de burócrata y estrangulador sádico que nadie querría encontrarse en su fiesta de cumpleaños. Aunque también era consciente de ese límite, de que ese límite existía de algún modo y sólo la fantasía y la emoción eran capaces de cruzarlo en muy contadas ocasiones. Pero intenta contarle esto a un ordenador y sus comandos y verás qué risa. A un ordenador y sus comandos artificiales, quiero decir, que los ordenadores y comandos humanos ya son capítulo aparte. Esos sí que no comprenden las consecuencias de buscar sólo el  beneficio material inmediato ni aunque se lo expliques con marionetas.    

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