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   En casa tenemos algunos libros de Ramón Eder, un magnífico aforista. Él mismo da una de las mejores definiciones del género que recuerdo haber leído: "Un aforismo es lo contrario de un mamotreto", o algo así. Para alguien inclinado a soltar rollos por escrito como yo - en persona soy más bien callado - esa capacidad de síntesis resulta envidiable. Coger una idea en bruto, como el célebre bloque de piedra del escultor, y empezar a arrancarle toda su gravilla y hasta su gravedad para dejar la expresión pulida y exacta. 
 
    Muchos buenos poemas se pierden porque les sobra la mitad o más. Engolosinarse demasiado con la inspiración es casi tan peligroso para el resultado como carecer de ella, y el exceso suele ser uno de los mayores defectos en poesía. Hay gente que no sabe no escribir, porque en realidad es un arte muy difícil, mucho más que el de hacerlo. Cualquiera puede sacarse una tormenta de ideas de la manga, o incluso vivir atormentado a poco que se esfuerce. Acabar con el vaso de bebercio volcado sobre la alfombra y la "Sinfonía del nuevo mundo" a todo trapo, atrapado en una espiral degenerativa de las que quitan el hipo al público y el sueño a los vecinos. "¡Baja esa música de una puta vez!". "¿¡Cómo que esa música...!?  ¡Es Dvorak poseído, imbécil, la decadencia púrpura del mar en el ocaso, las noches arquitrabadas de la urbe saturnal que devora a sus hijos predilectos con fogonazos de agonía...!". "¿'Imbécil', has dicho...? Espera que bajo yo y verás...". La capacidad de condensar de manera eficaz es, para mí, el verdadero talento literario. El don de saber dar la pincelada correcta en lugar de ser un pincel auténtico. Esa sencillez al observar, al escoger, al relatar, es lo que más admiro, la genuina maestría en mi baremo. Quizá porque en el fondo soy un bocas y uno siempre envidia aquello de lo que carece, aunque prefiero pensar que se debe a que al final uno acaba comprendiendo que no hay belleza o inteligencia sin su dosis de humildad. Que la poesía no son las palabras mejor o peor encajadas sino el hermoso silencio del que nacen y que provocan por dentro a quienes las escuchan. Ese cosquilleo inmenso y necesariamente breve, antes de que nuestro pensamiento vuelva a interferir con sus milongas.    

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