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    Debate publicó hace algunos años la obra periodística de Vázquez Montalbán en tres volúmenes. Un poco fuera de mi presupuesto, eso sí, aunque con la excusa de mi cumpleaños o algo semejante me autorregalé en su día (yo soy como los mercados: en realidad no me autorregulo; me autorregalo) el que recopila sus columnas entre 1987 y 2003, que ayer estuve releyendo un poco. Siempre me cayó bien Vázquez Montalbán, a pesar de que odiaba que lo calificasen como "simpático". Decía que si alguien le describía de ese modo podía estar seguro de que más pronto o más tarde se vengaría de él. Claro que no hace falta ser simpático, que ciertamente no lo era, para caer bien. A veces basta con no usar adverbios como "ciertamente", con ser una persona como dios no manda. Un carácter atrayente y ameno puede adquirir múltiples formas, y la sociabilidad patológica no tiene por qué ser una de ellas, ni siquiera para transmitir el mejor humor. La gente que está de constante buen rollo agota, es un hecho, y casi siempre tiene truco además. Qué quieren de ti es un auténtico misterio, y suele ir desde venderte alguna absurda doctrina de autoayuda, religiosa o empresarial, a tu cabeza para guardarla en el congelador. Pero algo quieren seguro, y no es ni de lejos lo que te cuentan. En el caso de los tipos como Vázquez Montalbán, sí. 

   Su locura es mucho más fiable, además de creativa. Porque el simpático prefabricado no es original por definición; tiene un amplio repertorio de chistes, vale, pero todos de segunda mano y terribles. La gente que menos se ríe es la que tiene más gracia al final, así es la vida, porque saben sacarle una sustancia a las situaciones que el risueño profesional es incapaz de ver desde su nube de felicidad pasteurizada. Como público de comediante son eficaces, gente de carcajada fácil, pero hasta ahí llegan. No esperes que te sorprendan con alguna ironía lúcida o un buen sarcasmo. Esas las producen los quemados, los que pierden las guerras o al menos saben que existen, porque por paradójico que parezca el humor en su máxima expresión nace de las derrotas. La alegría del triunfo no es graciosa, sólo humilla a sus víctimas, pero en cambio los perdedores usan esa arma con más puntería, ya que es la única que les queda al final. Les robaron la historia, el relato, los himnos y celebraciones, pero el humor supieron esconderlo del saqueo y es su fusil de precisión cuando lo sacan. Tú los ves por ahí muy serios y como llenos de amargura, camuflados para que el simpático del regimiento y hasta del régimen no los detecte y trate de atraparlos para la secta, para ese optimismo de departamento de recursos humanos, pero el muy cabrón no se anda con bromas, es de los que no hace chistes con maricas, y cuando menos te lo esperas desde la maleza en que anda oculto suelta un disparo directo a la cabeza o al corazón para matar de risa, casi sin inmutarse. "¿Dónde está la gracia?", pregunta luego el inspector de policía a los presentes. "Porque yo no la veo...". Ni los miembros de nuestras fuerzas de seguridad mejor entrenados para localizar cachondeos saben su paradero, ni cuándo parará. Aunque nadie duda que está por ahí escondido, alerta, dispuesto a producirnos otro ataque cuando menos lo esperemos para vengarse del simpático de infantería, del simpático oficial o general incluso que tan convencido está de tener la receta para contentarnos a todos. Para arreglar el país con ese siniestro entusiasmo del vencedor.  

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