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    El otro día Ana se tragó la final de gimnasia olímpica entera. Aunque faltaba la norteamericana Simone Biles, la gran estrella actual de ese deporte. Se retiró por una lesión, que en este caso no fue una torcedura, ni una mala caída, ni un tirón, sino - según leo - un ataque de ansiedad que sufrió al no ser capaz de manejar las expectativas que generaba en todo el mundo su presencia, la presión de tener que ser perfecta para no defraudar a millones de personas. Y es que muchas veces se considera que el deporte es algo exclusivamente físico, una potencia muscular, sin pensar que sin un determinado estado mental el rendimiento se reduce, por no hablar de que sin una determinada mente no existe el atleta de élite en cualquier especialidad. Rafa Nadal, por ejemplo, no sólo es un buen tenista por las horas de ejercicio, por la motivación o eso que llaman la actitud ganadora, sino porque su cerebro está adaptado al tenis y consigue que el resto de su cuerpo ejecute cada movimiento con rapidez y precisión. Si pudiésemos crear un Frankenstein igual de fuerte y ágil, con las mismas ganas de ganar, pero sin ningún conocimiento teórico o práctico de ese deporte, sin esa habilidad concreta, perdería cada set, sencillamente porque la mente y el cuerpo son conceptos que no se pueden disociar tan a la ligera como a veces se hace. Ambos participan en la competición y en el resultado. 

    En qué medida ya es otra cuestión, y supongo que dependerá de cada deporte. Los habrá más condicionados por la forma física, más mecánicos, y otros en los que sin una buena preparación estratégica (qué hacer) y táctica (cómo hacerlo) sería impensable ganar. ¿Sabría nuestro Frankenstein la mejor manera de jugarle a Djokovic? Salir a la cancha con un plan claro para ese rival, para saber aprovechar al máximo sus debilidades y errores, y sobre todo saber hacerlo en el instante adecuado y con el golpe correcto, dándole a la raqueta la inclinación exacta para que la bola vaya a un punto determinado en cuestión de milésimas. Para eso hace falta mucho más que curtirse en un gimnasio: hay que ser un tenista profesional, conseguir que la máquina de tu cuerpo - y tu mente, que le da órdenes y lo ordena - funcione de esa manera específica, sincronizándose a la perfección y logrando moverse y reaccionar de la mejor manera. La proverbial mente ganadora no es sólo lírica o épica; también hay que entrenarla, trabajarla durante años como se trabajan los bíceps o incluso más. Y como colapse prepárate, porque aunque estés como un cañón nuclear vas a perder. Si la mente no responde y no alcanza una determinada armonía o un cierto grado de concentración el resto de tu anatomía se resiente. Se lesiona.

   En la eterna polémica sobre si el ajedrez es o no un deporte habría que tener esto en cuenta. El esfuerzo (Kaspárov llegó a perder once kilos en un torneo) es de otro tipo, pero eso no quiere decir que no haya esfuerzo, o que para ganar un campeonato mundial no se requiera un nivel de preparación y disciplina comparable al de cualquier otra competición. Jugar unas partidas entre amigos, como se juega una pachanga de fútbol, puede no exigir mucho, pero para darle un jaque mate, y no digamos ya varios, a un ciborg de los fiordos noruegos como Magnus Carlsen ya hay que vivir en otra dimensión. Son muchos años y horas frente al tablero, y ni siquiera eso te garantiza que lo vayas a lograr. De hecho, lo más probable es que no lo consigas si encima tienes más de cuarenta y cinco años, porque hace mucho tiempo ya que ningún campeón del mundo de ajedrez supera esa edad. Y es que la parte física también influye, lógicamente, no en la misma medida que en los cien metros lisos pero en alguna sí. Como decía antes depende del deporte. 

   

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