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    Dice Antonio Turiel, científico del CSIC, que "si la temperatura global aumenta tres grados, en España sólo sería habitable la cornisa cantábrica". O sea, que el Cantábrico sería el nuevo Caribe, y en lugar del castro de Coaña tendríamos el Fidel Castro de Coaña o por ahí, o veríamos sustituido el logo de "Galicia calidade" por el de "Galicia calidez, pero non moito". 

   Y es que en un país como el nuestro, donde el sol es la estrella de los paquetes vacacionales, algo que se garantiza al turista en cada promoción publicitaria con la tapa, el salero o la fiesta - lo del relaxing café con leche fue un lapsus - deberíamos estar especialmente alarmados con todo este tinglado del calentamiento global. El bochorno aquí es marca de la casa, y no sólo el que uno siente al escuchar a las personas que dicen representarnos, que ya es como para estar bien quemados, al borde del delirio, sino el otro, el de esos días en que el ambiente es tan achicharrante en algunas zonas que podría tumbar a un inglés mucho más rápido que la barra libre del hotel. El balconing acabará considerándose la única salida con un par de rayitas más (en el termómetro, quiero decir) y los camellos la única manera legal de viajar. Pero en cambio, con toda esta polémica de si el calentón se está produciendo por causas naturales o por el exceso de gasolina, como en la canción de Daddy Yankee, más que preocupados parecemos gilipollas, la verdad. A lo mejor porque en el fondo lo somos...

   No hace mucho salía un señor de Vox explicando que en el mundo moría más gente por las bajas temperaturas que por las altas, y hasta daba los porcentajes para demostrar no se sabe muy bien qué. Quizá que lo que nos espera en realidad es una glaciación o di tú... Luego añadía que si subía el nivel del mar se le podían poner diques, igual que en el célebre dicho pero al revés, que puestos a negar esta gente tan pronto te fulmina datos científicos como expresiones tradicionales con la misma pachorra. Si no teníamos bastante con el terraplanismo mucho me temo que se acerca cada vez con más fuerza la terraplanificación, todo ese surtido de planes esperpénticos para solucionar el cambio climático. Cada cual puede hacer su interpretación del cataclismo y hasta aportar sus remedios teóricos, pero sin transformar nada en la práctica, sólo soltando los vislumbres según se le presentan. "Si la cosa se pone muy chunga podríamos cubrir la atmósfera con una capa de refrigerante de última generación...".  "No digas bobadas, tío. Bastaría con tapar el agujero de ozono y nos ahorraríamos miles de millones de dólares...". Pirarse a otro planeta sigue siendo el más recurrente, claro que no sabemos todavía si lo haremos en Uber o en ovni, trincándoles los suyos a los alienígenas si se deciden por fin a invadirnos. Cuando paren a repostar en una gasolinera, si es que aún existen, y entren en la tienda a pagar el combustible que haya o a pillarse una bebida virtual nos metemos discretamente en la nave y luego la arrancamos y salimos a toda hostia hacia Orión o Ganímedes, dejándoles a ellos aquí atrapados en la Tierra, por listos. Con todas las películas que se han hecho sobre el tema sorprende que en ninguna se haya planteado esta posibilidad, que conociéndonos sería la más verosímil, y en España ni te cuento. "Mañana tenéis un concierto de María Jesús y su acordeón en Benidorm si os apetece, ultracerebros. Igual os canta el Marcianitos, quién sabe...". "¡Serán cabrones!". Todo vale en este nuevo movimiento terraplanificador, salvo dejar de echar basura tóxica por todas partes y devastar los ecosistemas. Eso no, no es sensato, porque resulta demasiado obvio como para no ser un complot. Así está el patio de nuestra casa, que no sólo es particular, y mucho, sino que está cada vez más lleno de partículas biodesagradables de esas. Con patatas bien calientes nos las vamos a comer, ya verás. Y sangría sin límites.

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