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    Antes sabía quiénes eran los famosos, pero ya no. No tengo ni idea ni de cómo se llaman ni de cómo llamarlos, ya que calificar de famosa a una persona que no conoces contradice la lógica más elemental. En sus crónicas sólo veo muchachos con pantalón de pitillo arremangado y sonrisa impostada, que ya no sabes si acaban de meterse en Instagram o un instagramo, contando que están fenomenal en su nueva relación o que piensan ponerle una demanda a no sé qué menda. "Pero no voy a decir nada más de momento, lo siento...". Me cago en la hostia, ¿entonces para qué sales ahí hablando? Explícanoslo por lo menos, o danos una señal, una alegoría para que podamos comprender tu extraña alegría y tu vestuario, maestro. Y es que los famosos tienen que ser famosos, y punto.  Luego ya pueden ser muy listos o medio tontos, aunque en esta cuestión esencial no hay medias tintas. La fama no es un concepto relativo: si no se pueden relatar los éxitos, características o méritos de la celebridad estamos ante un fraude, y para que exista un reconocimiento tiene que haber una fase de conocimiento previa. Ese es el orden correcto, y no se puede poner el carro delante de los bueyes, ni al famoso delante de las cámaras cuando todavía no lo es. Fabricar sucedáneos de famoso sin que sepamos ni de lejos qué es lo que sucede.

   En su libro "El imperio de lo efímero" Gilles Lipovetsky reflexiona sobre todo este mundillo de las modas y demás. Lo leí hace la tira y no es mucho lo que recuerdo, si bien me quedé con dos tesis fundamentales: que las modas empezaron a aparecer a finales de la edad media, o sea, que no son nada nuevo, y que la diferencia entre aquellas y las actuales es que estas duran mucho menos. Entonces la misma bobada podía aguantar décadas, pero ahora si duran más de una semana es que la maquina está estropeada. Porque aparte de los clásicos diseñadores de moda, que ya son legión, tenemos también "cazadores de tendencias", peña que anda por la calle observando anomalías en el vestuario o los complementos del personal para ver cuáles podrían ser aprovechables para el resto: sandalias jipis con chaqueta, bermudas y sombrero tirolés o quizá un rosa chillón combinado con el gualda patrio para ser el centro de todas las miradas en los mítines de Vox. Ya tiene uno que hacer cursillos para ir a la moda, diplomaturas, y encima estar al tanto de cada uno de los brotes que se producen en la sesera de individuos a veces muy por debajo de la curva de la normalidad racional. No sólo hay que ser un runner, sino casi un blade runner para pillar a sus replicantes, para detectar las mutaciones. 

   Esto se aplica a casi todo hoy en día, salvo al Consejo General del Poder Judicial, que es lo único que no se ha renovado todavía en una sociedad que todo lo renueva a velocidades de vértigo. La constitución establece que cada cinco años hay que hacerlo, pero el rigor con el que nos suelen decir que debe acatarse esta ley sagrada parece que depende del artículo. Que unos hay que cumplirlos a rajatabla y otros no tanto. Hace dos días Pablo Casado "exigía" reformar el CGPJ antes de renovarlo "al no fiarse del gobierno", que es como si yo digo que hasta que no cambie la fiscalidad no voy a pagar impuestos por el mismo motivo. Del gobierno, sea el que sea, nadie se fía, querido, y de ahí que se establezcan plazos para convocar elecciones. Si no se mantendría siempre el mismo y nos ahorraríamos todas las papeletas - había tecleado "pepeletas", menudo lapsus. Pero si queremos ser consumistas de pro hay que dar ejemplo desde las instituciones. No sólo cambiar de teléfono y camisa cada dos por tres, o a las celebridades del reality, sino también los órganos judiciales cuando toca. Posiblemente no van a ser muy distintos de los que teníamos, claro que es el simple acto de renovación lo que cuenta, lo que nos hace sentir que nuestros artículos van a la moda y que no tendremos que presentarnos en los saraos y fiestas de la democracia  europeas exhibiendo un orden tan ordinario. "¿Te has fijado en cómo va España...? ¡Qué horror! Se ha puesto el mismo Tribunal Supremo otra vez... Ya os dije que no había que invitarla...". No sé qué opinaría un buen cazador de tendencias políticas de todo este mogollón, aunque seguro que nada bueno. Un poco como si nos ve de chanclas y calcetines blancos en un cóctel, o pidiendo un cubalibre a gritos al barman. Y con García Egea escupiendo por ahí los huesos de las aceitunas después. 

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