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    No hace mucho pasé por la librería de Rafael para encargar un par de libros que Ana quería por su cumpleaños: "La casa grande", de nuestra vecina y sin embargo amiga Rosana Acquaroni, y "Filosofía de la cuchara", de nuestro no vecino y sin embargo amigo también Miguel Martínez.

   Estuve un rato de cháchara con él y me habló de una importante cadena de librerías que cobra por poner ejemplares en el escaparate o en el mostrador de novedades, igual que las emisoras de radio por pinchar tal o cual canción. Bueno, así son los mercados, que pese a esa cándida superstición que afirma que se autorregulan lo que hacen por lo general es autorregalarse, ya sean espacios privilegiados desde los que promocionar sus productos o compañías telefónicas o eléctricas. Todo aquello que produzca beneficio lo fagocitan, y después lo cagan convertido en esa novela intensa y sorprendente que te hará vibrar, como los ataques de epilepsia. O por lo menos según "la crítica", que también menudo apodo chungo que le han puesto a esa señora, a la que tampoco me sorprendería que las mismas editoriales que pagan para que sus libros destaquen sobre los otros le diesen algún tipo de incentivo por recomendarlos con tanta efusividad. "La historia de un amor eterno narrada de manera minuciosa y espléndida...". Eso en lenguaje digamos publiquitario quiere decir que tiene unas ochocientas páginas (amor trágicamente truncado son la mitad) y que es un folletín con bastante folleteo.

   Al final, qué remedio, te acabas adaptando a los usos y jerga de la teoría literaria mercantil, que al menos nunca escribe "prosopopeyas" ni palabros por el estilo, con los que no sabes si te están hablando de la prosa de los comics de Popeye o qué. Estos van más a la chicha, a engolosinar al cliente y que piense que con ese libro podría hasta planchar los pantalones en un apuro. "El enfant terrible todoterreno capaz de crear apasionadas controversias por toda Europa vigorosamente renovado en su más afilada y desternillante entrega", por ejemplo. Con esos ingredientes tienes la impresión de estar comprando una navaja suiza que trae una cantimplora llena de bálsamo reconstituyente de regalo y con la que además te puede tocar un cochazo si envías el ticket de compra a Bruselas con una palabra en francés escrita al dorso. Por veinte pavos parece un chollo, que no hay nada que perder, o al menos eso piensas hasta que te pones a leerlo en casa y resulta que el chorbo no es que sea terrible, sino que es un protonazi consentido y sin ninguno al mismo tiempo, y las apasionadas controversias muy probablemente las ganas del lector estafado de ir a rajarle las ruedas del todoterreno de marras con una cheira de Taramundi, que no traerán tantos accesorios pero por lo menos te queda claro lo que te han vendido.

   Todos estos códigos "de varas" que traen las fajas de los libros son un campo todavía por estudiar, y creo que empezar a sistematizarlos como las estrofas, las figuras retóricas y las diversas métricas de los versos es una labor que los filólogos deberían emprender pero ya si queremos llegar a entender la literatura contemporánea en condiciones. No digo que hablar de sinalefas, ritmos trocaicos o anapésticos esté mal, pero... ¿quién hace cosas así en nuestros días? Y en cambio los códigos de varas se hacen como churros, en serie y hasta en serio algunos. Son toda una lucrativa industria que no podemos seguir ignorando, y supongo que una de las mayores dificultades con las que podría encontrarse el investigador es cómo describir luego el ensayo en la solapa con un par de frases rotundas y felices, que condensen las esencias de esa trepidante trama erudita en un lenguaje enigmático y brutal, como el de Obús. Aunque nadie ha dicho que fuese sencillo. 

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